13.5.11

Día de playa III

¿Hay algo más que podamos hacer por ti, cariño?-le preguntaron sacándola de sus profundos pensamientos.
¿Pueden llevarme a casa? Y si, por favor, llamasen ustedes a sus padres me quitarían un peso de encima, no me siento capaz de decírselo yo, no sé cómo empezar, no sé qué decirles, no creo poder...-la voz de Megumi se deshizo en un susurro y pasó los brazos alrededor de su cuerpo abrazándose a sí misma con la cabeza agachada.

Claro, veremos qué podemos hacer, tú tranquila. Mira, -metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó una cartera de piel que abrió para rebuscar dentro y sacó un papel que entregó a Megumi- aquí tienes mi tarjeta, llámame si necesitas hablar, no te preocupes por la hora, ¿vale?- y le dedicó una bonita y reconfortante sonrisa.

La verdad es que no tenía pinta de psicólogo, no como la otra mujer, él era bastante joven, tendría unos veintitantos y vestía con un elegante traje chaqueta, tenía el pelo liso, por los hombros, igual que Kein. Sus ojos eran azul cielo, cálidos y llenos de cariño, sus miradas eran profundas, se notaba que le gustaba su trabajo, le gustaba ayudar, eso se nota.

Ella alargó la mano, cogió la tarjeta y la guardó en sus vaqueros, quería irse ya de allí, susuró un gracias y miró alrededor en busca de un coche o algo que le indicara que iban a sacarla de aquel lugar.
Unos diez interminables minutos más tarde, un policía se le acerdó y le pasó un brazo por la espalda para guiarle hacia el coche, le abrió la puerta delantera, la ayudó a entrar y tras cerrar la puerta, entró en el asiento del conductor.

No dijo nada en todo el camino, sabía dónde tenía que ir y sabía cómo llegar. De vez en cuando dirigía la mirada hacia la joven y suspiraba. Megumi agradeció aquel silencio, no tenía ganas de hablar más ni de sonrisas forzadas ni de nada, miraba por la ventanilla del coche y veía la gente agitada, moviéndose de un lado a otro con prisa, sin disfrutar de los momentos ni del sol ni de la suave brisa que les llegaba y le dio pena. Todo eso le recordó a Kein, él siempre decía que había que beber de cada momento como si fuesen gotas de agua en un abrasador y seco día de vagabundeo en el desierto, que había que recibir los pequeños detalles como si fuesen enormes regalos. Y no pudo evitar que las lágrimas brotaran de sus ojos. Se tocó la cabeza para quitarse la pamela y se dio cuenta de que no la tenía, pero en esos momentos le pareció algo tan sumamente insignificante que no le dio importancia. Soltó entonces el pelo del moño que llevaba hecho, se quitó los ganchos que retenían su flequillo, se limpió con los dedos las lágrimas que tenía, respiró hondo y se escondió detrás de su cabello con el corazón en un puño y un tremendo dolor de garganta.

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